Parece que se ha usado generalmente para expresar lo tonta y vacua que es una acción, pero yo, cuando oía a mi padre exclamar que algo (a veces alguna trastada hecha por mí mismo) “no se le ocurre ni al que asó la manteca” lo tomaba, además de como reprimenda consecuencia de lo que aconteciera, como un elogio al mismo tiempo a aquel señor o señora que fuera primero en la ocurrencia de ver qué pasaba si ponía manteca a asar. En mi mente sonaba muy bien. Qué genialidad. Y eso sin tener detrás un departamento de innovación, con su futbolín y mesa de pin pon, soportando el invento.
Siempre he entendido que en estas cosas no pudo haber un primero, sino que es como el fuego. No surgió una fogata y se fue transmitiendo, de antorcha en antorcha, a lo largo del globo entre los escasos individuos que lo habitaban entonces. Más bien surgió simultáneamente. Y el paradigma del fuego se lo aplico a cosas como que no hubo un primer homínido que le quitara la piel a una banana o que no pudo haber alguien concreto y ubicado en marco regional determinado, que fuera el primero en restregarle un tomate carnoso a una rebanada de pan. Eso de la catalana tuvo que surgir… como el fuego.
Le daba vueltas a esto de la innovación tras leer en redes al crítico gastronómico Sergio Gallego sobre la manía de darle vueltas inútiles a algo que ya es buenísimo como está. Decía, con toda la razón del mundo, que por qué buscarle nuevas dimensiones a un bocado tan perfecto como es la marinera. Y es que muchas veces la innovación por la innovación solo produce cosas que, después de esfuerzo y trabajo, realmente no están aportando nada. Nada mejor, se entiende. Si le vas a echar horas, propias y de tu equipo, para presentarme una tortilla de patatas por pisos en copa de Martini, mi consejo es que apuestes por eficiencia y rendimiento y me traigas una buena tortilla de patatas de toda la vida, tal y como la inventaron en Villanueva de la Serena (¡uy, Dios mío! Que abro otro melón).
Y no es esto una crítica a la innovación ni conservadurismo recetario. Si a esa misma tortilla en copa de Martini le has cambiado las patatas por chips y le has metido un aroma de trufa al huevo, pues podremos discutir si has acertado o no, pero por lo menos hay aporte nuevo. La innovación no es cambiar de la carta “puré” por “parmentier”. Servidor, conste, muy a favor de la innovación, pero no a locas. Ya me enseñó en su momento Dimas Agudo, maestro del asunto, que innovar no es un juego, aunque a veces lo parezca, sino que tiene sus reglas y su metodología. Por favor, los comensales pedimos criterio.
Por cierto, que, aunque no sepamos quién fuera el primero en asar la manteca sí sabemos quién lo dejó escrito antes que nadie. Fue Francisco Martínez Motiño, en su recetario ‘Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria y conserveria’, fechado en Madrid en 1611. Motiño, que escaló por las cocinas reales de varios monarcas del Siglo de Oro, llegó a cocinero mayor de Felipe III. Así que registró lo de la manteca asada, que por cierto es una técnica depurada y ninguna cosa tonta o vacua y así queda descrita en su obra. Y es que, según mi gurú de cabecera en esto de la innovación de las cosas que se comen, Tony M Piñeiro, la I+D+i si no termina con un +c de comunicación es una idea destinada a no ser aplicada.