Srs, Sras, hay que viajar. Esto no lo digo yo, ya en algún momento tuvo que estar escrito en la Biblia. Ni la distancia, ni el lugar, lo importante es hacerlo. La oportunidad de valorar otras formas de vida, otras culturas, otros hábitos, otros precios…
Yo no soy de las que ha recorrido el mundo pero sí he contribuido todo lo que he podido a ensanchar mi mente con pequeños viajes a lugares diversos para apreciar por mi misma lo que me pierdo, lo que gano y lo que nunca tendré.
Para mí, agosto nunca tuvo nada de gracia. Sí que son vacaciones obligadas y en un tiempo lejano la idea de la playa, el cubo y la pala con mis hijos llegó a gustarme. Eran otros tiempos. El agosto vulgar con el que ahora me encuentro es difícil de disfrutar por las masificaciones, los calores y la obscenidad. A quien no le guste, que no me lea.
Este agosto he tenido la oportunidad de escaparme a una ciudad que tenía pendiente y me alteraba la idea de no ir nunca. Por lo que sea hay lugares que deseas a los que nunca llegas, e incluso dentro de tu ciudad y dentro de tu corazón.
Nos largamos a Copenhague mi pequeña morena y yo, todo organizado y en aparente armonía. Las expectativas eran buenas, la experiencia ha sido mejor. Todo parecía fluir a nuestro favor, un vuelo comodísimo, una llegada a nuestra ubicación perfecta y un apartamento de los ideales de la muerte. Yo creo que en mis muchos apartamentos, el más ideal de la muerte.
Tranquilidad, elegancia, silencio, bicis, rubios, más rubios, arquitectura bonita y lo siguiente, espacios inspiradores, calles de cuento, rincones de película, atmósfera de civismo a tope, orden, fresquito, verde, agua…
Y perritos.
Lo que tiene la felicidad es contentarte con aquello que por sencillo y accesible que parezca, te convierte en descubridora del manjar más sofisticado. Copenhague es una ciudad cara, y tampoco se come de locura, pero en lo más sencillo, en lo más típico, hemos encontrado la perfección. Los carritos de perritos, a ver si puedo describirlo. Para empezar hay limpieza y estructura. Todo organizado como una cadena de montaje en diminuto. Las variedades de salchichas expuestas, de muchos tamaños e incluso colores, los precios establecidos por tamaño, forma y yo que sé más. Montones de opciones en sus botes de plástico, que si esta salsa, la cebolla, el pepinillo y así hasta tener el perrito más desbordante de Europa.
Ya no digo que estaban buenos, es que podían haber sido un vicio. Una semana más en esa preciosa ciudad y acabo con cara de salchicha “medister”, esta es gruesa y especiada, de carne de cerdo picada y manteca. Tiene un sabor ligeramente dulce y la carne finamente picada se condimenta con cebolla cruda o frita, pimienta de Jamaica, clavo, sal y pimienta negra. Las salsas al gusto y encima si se enrollan te ponen una banderita.
Un arte, se lo digo yo. Un arte.