Después de un largo paréntesis de sequía escritora -gracias a la directora por su comprensión- me apetecía traer algo distinto a este rincón de Gastrocine. Hoy no toca hablar de chefs egocéntricos o romances a fuego lento sino de un joven que quiere cambiar un destino que parece escrito por cumplir su sueño.
‘El sumiller‘ (Prentice Penny, 2020) cuenta la historia de Elijah, que reparte su tiempo trabajando entre el asador familiar y una vinoteca. Mientras su padre le empuja a ser el continuador del negocio ubicado en Memphis, cuna del rock and roll y las barbacoas, el joven aspira a cambiar el aroma de las chuletas de cerdo por el del vino.
El sabor de lo local y los valores y la tradición de la familia, que tan bien representa el patriarca, contrastan con las ansias de romper que tiene Elijah. Mientras su padre se afana en enseñar cada detalle del negocio, como la selección de la mejor madera para el fuego, hace caso omiso a los deseos de su hijo, al que recuerda la volatilidad de sus deseos, como aquella etapa en la que quiso ser DJ.
Sólo su madre apoya los deseos de su hijo y le anima a realizar ese largo viaje a París donde se podrá formar como sumiller. El personaje que interpreta, muy bien además, Niecy Nash es con diferencia el más sustancioso.
Tal vez el título original “Uncorked” (descorchado), sea la mejor metáfora de la ruptura de Elijah con una realidad que la asfixia y en la que se mezclan la presión de su padre por los negocios, la situación dramática de su madre por culpa de una enfermedad y sus propias inseguridades. Cada botella de vino que abre Elijah es un paso más a la apertura de su propio mundo.
Quien espere encontrar escenas de costillas ahumadas y pinceladas con salsa especial para chuparte los cinco dedos de la mano se llevará una decepción. “El sumiller” acompaña a ese triángulo que componen padre, madre e hijo, con sus luchas, sus debates internos y también su capacidad de entender que los sueños no se heredan, son únicos.
No es la película que yo elegiría para degustar un buen vino en la mejor compañía. Más bien la asocio a ese día de reposo que sigue a uno ajetreado y que invita a sestear ante una película poco trascendente. Tan amable como olvidable.
Pero me quedo con la moraleja. Ningún camino está marcado de antemano. Y tiene menos sentido aún intentar marcar el de los demás. Se trata de acompañar, igual que un vino acompaña un plato.
Igual que los paladares más tradicionales están acostumbrados a maridar una buena carne roja con un tinto con cuerpo, hay quien se atreve a ir un poco más allá y, con la guía adecuada, sabe apreciar que unas costillas y un vino también puedan convivir en armonía.