Aceite y sal, ajo y cebolla, uvas con queso, fresas con nata… La gastronomía tiene muchas combinaciones que conforman una sociedad de éxito. En el cine pasa lo mismo cuando se trata de amor y cocina. Y el aderezo que garantiza que los espectadores-comensales saldrán contentos de la sala es acertar con una pareja protagonista que ligue en pantalla cual salsa cocinada con esmero y cariño a fuego lento. Es el caso de Catherine Zeta-Jones y Aaron Eckhart en “Sin reservas” (2007), remake americano de la alemana “Deliciosa Martha”.
La película es una historia de pasiones. La que siente Kate, la protagonista, por su trabajo como reputada chef de un restaurante de Manhattan. La que tiene que recuperar por su propia familia, encarnada por una sobrina huérfana de la que tiene que hacerse cargo. Y, finalmente, la amorosa, la que le despierta en ella un carácter antagónico al suyo, el del ayudante de cocina Nick.
Las irrupciones de esas nuevas relaciones personales, con el caos emocional que conllevan, en el mundo de disciplina, orden y perfección de la chef activan todas sus defensas, pero también dan una nueva perspectiva a su vida. De un lado tiene que aprender a tratar a una niña de diez años que se siente sola y perdida. De otro, gestionar la amenaza que supone para Kate su nuevo ayudante de cocina. Ella ha logrado un nivel de éxito en un mundo muy competitivo y desconfía de un tío desenfadado que pone música y gasta bromas en la cocina.
Pero más allá de eso, lo que quiere reflejar “Sin reservas” es el carácter terapéutico de la comida y su particular ceremonial. Elegir los ingredientes, mimarlos comprobando su aspecto y su sabor, cocinarlos, presentarlos y compartirlos con los demás. Todo es positivo en torno a ese encuentro social en el que básicamente se celebra la vida. Por eso la película resalta lo emocional que rodea a la gastronomía y la influencia positiva que tiene en el triángulo que componen Nick, Kate y su sobrina Zoe.
Hay una escena en la que el ayudante de cocina deja con toda la intención unos espaguetis junto a la niña, que hasta ese momento padecía un bloqueo que le impedía comer. El olor de la pasta recién hecha, el color del tomate y el sabor inigualable de la albahaca hacen magia.
Otro punto a favor de la película es cómo reproduce el ritmo y el estrés que se vive en una cocina. De ahí que incluyera a chefs profesionales en las tomas y se empeñase en que sus actores aprendiesen a manejar cuchillos, saltear, cortar verduras, limpiar pescado, preparar salsas y guarniciones y emplatar. Incluso a moverse por un espacio reducido mientras trabajaban, hablaban y cocinaban a la vez. Se agradece el interés del director por el realismo.
Ha llovido bastante desde ese 2007 y en este tiempo ha quedado claro algo que ya sabíamos, y es que a los americanos les chifla el cine europeo. Pasan por su tamiz una historia (cuya base ya han hecho otros) y añaden los ingredientes que más se ajustan a su paladar: el romance y el amor por la familia.
El resultado, una peli amable y que sienta tan bien como un poco de agua con limón después de una comida pesada. O como esas setenta y dos horas de descanso que requiere una noche de juerga cuando ya has cumplido los cincuenta.