En una ocasión alguien que sabía como hacerme completamente feliz me regaló por mi cumpleaños el delicado y precioso honor de visitar La última cena, de Leonardo da Vinci, en Milán. El viaje consistía en tener todo reservado, incluso la complicada y exclusiva visita al refectorio del convento de Santa María delle Grazie. Nunca estaré lo suficientemente agradecida por la sorpresa y por el placer de permitirme conocer algo tan frágil y magnífico a la vez.
Hace años, cuando trabaja en el Centro de Restauración de Bienes Culturales de la CARM, mis compañeras me decían, “no tardes en ir porque inevitablemente en un corto tiempo, desaparecerá”. Su estado de conservación es difícil. Para visitarla tienes que entrar en una cámara de cristal un grupo muy pequeño de personas, que previamente permanecemos en una antesala y, con mucho ritual y parafernalia, te hacen pasar a esa habitáculo con una atmósfera aislada que solo te permite ver el fresco de lejos y sin poder desplazarte. Aún así, impresiona.
Otros grandes maestros representaron La última cena, hay varias y ricas versiones, esto es obvio, y en distintos periodos artísticos, pero aunque con el paso de los años los aspectos formales hayan cambiado, no así el fondo.
Jesús, intentando conciliar lo inconciliable, reunió a su grupo más cercano a cenar. Hoy en día casi que hacemos lo mismo, una cenita, unos vinitos y nos contamos cositas. O una cena de despedida, alguien que se jubila, o que cambia de ciudad, que se casa o se divorcia…
No es que sea pesimista, pero hay por ahí mucho traidor suelto. E incluso los que se sientan a cenar contigo y te sonríen. Es verdad que no tenemos la presión de ser crucificados, ¿o si? Porque a veces no hace falta un tablero y unos clavos, solo hace falta un tuit o un comentario en redes y ¡toma!, crucificado, apaleado, arrastrado y sin cenar. Lo peor es lo de no poder resucitar. Cristo si tuvo esa suerte y subió a los cielos y desde allí se tomaría unos espaguetis con huevo, parmesano y guanciale para digerir el trauma. Bueno, eso es lo que haría yo en su lugar, y un vinito blanco sin acritud y con paz interior.