Sarraceno o tártaro, en ambos casos un solo grano contiene la historia de la nutrición de la humanidad y, por lo tanto, la lucha por la competencia alimentaria, por la posesión de la tierra para su cultivo, la riqueza medida en sacos, las dotes medidas en fanegas de trigo, el pago de los partos pagados a base de celemines.
El trigo configura la historia laboral de las mujeres bien como siervas o dominantes desde la voluptuosa recolectora ‘Venus de Lespugue’ a la revolución de los obreros rusos conocida como la de ‘Los forrajeros’, desde la mítica Diosa Ceres que enseñó a los hombres a cultivar, recolectar el trigo y hacer pan hasta las 400.000 toneladas contra la miseria dictatorial que nos trajo Eva Peron, con esa voz que se cimbreaba tan rubia como el mismo trigo.
Resulta casi extraño, exótico y hasta pintoresco que aún hoy este grano que contiene así la historia de occidente siga perviviendo en nuestras mesas, como un vestigio de lo que fuimos como simiente de lo que seremos… humanos que amasan y se sobreviven.
Así en un viaje repentino por el tiempo, cociendo en el horno de la cultura pasado y presente, estas fechas me huelen a trigo y a guiso de trigo en Lorca.
Ese cereal que se compra solo una vez al año y para el Domingo de Ramos (casi llevándonos a la Judea del siglo 1A.C en año 0 mes tercero y hora nona según las escrituras sagradas) ese trigo que aún se adquiere ‘a puñaos’ se deja reposar una noche entera cubierto con un paño recio y que por la mañana ‘se abre como una flor’, ese trigo limpio convertido en manjar milenario que colectivamente se cuece a fuego lento en cada casa y se degusta siempre acompañados de ‘mucha gente que viene’ recordamos al mismo tiempo, que nosotros también, estamos de paso.