El verano es la época más celebrada, cacareada y esperada del año, pero, al mismo tiempo, la primera que matamos, precozmente. Cuando todavía queda casi un mes de estación abundan los recopilatorios, recuentos y despedidas, con Dúo Dinámico de por medio. Incluso. Me resisto a participar de la confusión de verano con periodo vacacional, aunque ya, llegado a estos números del almanaque, me rinda y elabore mi recordatorio estival.
Ya que el verano (oficial, del oficioso seguro que disfrutamos unas cuantas semanas más…) irremediablemente llega a su fin, echo la vista atrás en los asuntos del comercio y del bebercio, que es a lo que venimos a estas páginas, y creo que lo podría resumir en que ha sido una época de disfrute enmarcado en las dos costas que dibuja nuestra península. De este a oeste. De nuestro Mediterráneo, con su apéndice Menor, al océano atlántico que refrigera Cádiz.
De este rincón levantino poco podemos escribir que no se sepa. No defrauda una visita obligada a la catedral gastronómica del Mar Menor, el Restaurante Venezuela. Su servicio a la vieja usanza, sus profesionales, su cocina… Y si es uno de los templos del arroz caldero, también hay que aprovechar alguna ocasión para pedir otros arroces marineros, como el que hacen con el aporte de los pequeños pimientos de bola verdes, tan típicos de la zona y que, justo en verano, tienen su momento especial.
Pura maravilla en salazones y la oportunidad de maridarlos con la fresca cerveza que cae de un gran depósito cuyo contenido se recarga directamente desde la fábrica de Espinardo de Estrella de Levante. Gran parte de culpa del productazo que las vitrinas ofrecen la tienen los proveedores, también pinatarenses, de Pescados Albaladejo, que hacen de hilo conductor para pasar de esta basílica de Lo Pagán a la ermita que sería la Torre de la Encañizada, concesión que explota esta familia pescadera, a la que sólo unos privilegiados pueden acudir en hedonista romería.
Ese islote entre dos aguas, del que el resto del mundo parece aislado, surcado por los vientos por arriba y por la corriente de paso de agua del Mar Mayor al Menor por debajo, en el que poder disfrutar de un caldero elaborado por antiguos pescadores. El fondo cocinado con los propios pescados que, en el laberinto tramposo que suponen las fenicias encañizadas, se vuelven majaras. Lubinas, doradas y mújoles que no saben dar marcha atrás.
El “festín de Babette”, versión marinera, se inicia con esa escasa joya nuestra que son los langostinos del Mar Menor. Con el tamaño acorde a su pequeño mar se muestran grandísimos en sabor. Tampoco están mal sus colegas de especie, famosos en el rincón opuesto de la España sur.
De costa a costa y de langostino a langostino. Siempre que haya oportunidad de pisar provincia gaditana no hay que perdonar Sanlúcar de Barrameda, la sucursal oceánica de Sevilla. Ese aire colonial de entrada del oro transatlántico de épocas gloriosas se mezcla, en la brisa atlántica, con la bulliciosa Plaza del Cabildo, donde visitar Balbino y hacer genuflexión ante la suavidad de sus tortillitas de camarones y demás fritura.
Como en cualquier ciudad costera, hay que incluir visita al mercado, donde los afamados langostinos del estuario del Guadalquivir y los pescados dan saltos de frescura. También hay que procurar ir al mercado de Cádiz capital, con su ambientazo a la hora del aperitivo, para ir salivando antes de sentarse, a mantel, en El Faro o en taburete del barrio de La Viña.
El santuario, por estos lares, de la cosa gastro es Aponiente, en El Puerto de Santa María. Habiendo trascurrido muchos años de la primera visita, se nota una transformación muy profunda. Desde aquel local, casi sin espacio y sin ventanas en el centro de la villa, donde recibió la primera estrella Michelín, a un maravilloso molino de mareas, centenario y espacioso. El cambio en su propuesta va en sintonía con el del lugar, con un espectacular vuelco en la parte dulce del menú, donde Ángel León enlaza bonito, chocolates, katsuobushi o helados con unos resultados tan sorprendentes como geniales.
Como sorpresa y cierta envidia, por el respeto a la propia cultura, produce terminar la noche en un “tabanco” jerezano, viendo como veinteañeros riegan sus corrillos, con total ausencia de complejos, con finos, olorosos o palos cortaos de la tierra, ya entrada la madrugada. Pero no entremos en el mundo de los vinos del marco de Jerez, que eso da para otra…