En estos días, en los que nos está entrando mucha Alemania por la tele, aunque solo sea en forma de coliseos de Eurocopa, no he podido evitar acordarme del filete de Hamburgo que disfruté hace unos años en su puerto. No porque fuera un bocado exquisito, que pasó sin pena ni gloria, sino que más bien sería por acompañarlo de una buena cerveza de elaboración propia de la casa, de la música en directo que sonaba, de las vistas de un río Elba que ya acaricia el Mar del Norte, de estar en el barrio pirata de St. Pauli y de la impresión que me produjo el San Miguel matando al Demonio que llena la fachada de la luterana iglesia de St. Michaelis, por la que hay que pasar si llegas desde el centro.
Nunca una comida icono tan fuertemente asociado a una cultura como, en este caso, la norteamericana, realmente es un plato típico de una ciudad a 6.000 kilómetros. Y es que, cuando al colono alemán, que vendía comida en el puerto de Nueva York, se le ocurrió meter el filete de Hamburgo entre dos panes para que se lo llevaran en la mano los marineros y estibadores, no sería consciente de que estaba creando el emblema gastronómico estadounidense y ariete y caballo de Troya del futuro imperialismo yanqui.
En Murcia, fuimos globalizados brincando la década de los 90, cuando la cadena Burger King abrió su primer establecimiento en la Plaza Santo Domingo. Pronto, cómo no, triunfó. Y se convirtió para generaciones en el escenario de las primeras salidas no tuteladas, aunque aún en categoría infantil, cuando todavía no habías pasado a cadete para que te dejaran entrar a Archi, la discolight de Centrofama. Con un “nos vemos en el Burger” se iniciaba la válvula de escape de las pulsiones de relación de la preadolescencia local.
Esto de colonizar culturalmente no es fácil y requiere habilidad y, en ocasiones, los muy pájaros saben mimetizarse con el gusto local. En el cartel de menús del McDonald´s de la estación de Kyoto vi que una de sus propuestas era de gambas y no pude más que pedirla, claro, que cuarto de libra ya teníamos aquí. Aunque no supe bien que salsa le debía echar, también fue un filete de Hamburgo de disfrute, observando atónito como la clientela japonesa devoraba su fast food viendo televisión en sus móviles mientras en mi bolsillo lastraba un Nokia 3210, sin conexión a internet, traído del supuesto primer mundo del que yo creía que venía.
A las fórmulas clásicas, con las que nos reevangelizaron las dos grandes cadenas americanas de hamburgueserías a finales de siglo XX, les han sobrepasado las miles de propuestas que se ofrecen en el aluvión de hamburgueserías que abren hoy día en nuestras ciudades. Auténtica legión que innovan, crean, inventan salsas, sabores y estilos a un ritmo inabarcable para el que no suele comerlas. Están de moda, mucho. Y nada es inmutable, todo fluido hoy en día. No me refiero a que churreteen entre los dedos sino que si antes era dogma que la carne estuviera blanda, jugosa y poco hecha por dentro, ahora se trata de aplastarlas para que queden sin agua y caramelizadas las proteínas en la capa externa.
Y es que ha sido un plato cambiante. De hecho, si le aplicamos un método cartesiano al asunto, debemos dudar hasta de que sea de Hamburgo, pues ese filete no deja de ser carne picada y condimentada, esto que en época viejuna se llamaba filete ruso que, a su vez, no deja de ser un filete tártaro estabilizado con harina. Y es que esos bravos pueblos del Este que dan nombre al steak tartar y que se establecieron en las estepas rusas, buscaban en sus campañas bélicas salidas hacia el mar por los grandes ríos del norte, como el Elba. De una reinterpretación de ese filete tártaro metido en pan brioche hace una auténtica bomba orgásmica David Muñoz en Alborada.
Quién sabe, igual tirando del hilo, también le sacamos parentesco con esos mismos filetes que, esferificados en las manos de nuestras abuelas y pasados por la sartén y salseados, han hecho las delicias de tantas generaciones: ¡almóndigas! Así, con m, que me dice la Real Academia que es correcto pero que está en desuso. Se ve que los señores académicos no ven las mismas pizarras de bares de menú que un servidor.
En fin, creo que estamos liando demasiado el asunto. Dejémoslo ahí. Aunque, como canta nuestra diva de la tierra Madbel: «No necesito ayuda, solo quiero una hamburguesa» (se acababa el artículo y no escribía la palabra).