PEDRO CABALLERO​

Pulpo al horno

Porque no somos italianos

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¿Por qué no somos italianos? El porqué de no ser italianos. Pongamos el porqué como se ponga el caso es que italianos no somos. No digo ser italiano como origen geográfico por designio divino, sino el ser italiano en su esencia, por designio divino. A ver, me desenredo: me refiero a la italianidad en esencia, es decir, ese abstracto que nuestro conocimiento dibuja cuando hablamos del diseño, del estilo, de la marca, en definitiva.

De todos los porqués he elegido el de arriba para titular porque es la respuesta que yo mismo me doy cuando, al disfrutar de un buen gazpacho jumillano (yeclano, manchego, o como queramos…) o el umami de una buena hueva de mújol desciende hacia mis pilares amigdalinos, me pregunto ¿cómo es posible que esto no “lo pete”, no ya en el resto del mundo sino incluso en España? Pues eso: porque no somos italianos. Dicho de otra forma: que no sabemos vendernos.

Pongámonos ante el espejo de una cultura con tantos lazos comunes como nos dio la antigua Roma. Un mismo mar, una misma religión, el hecho de que la corona de Aragón poseyera media península itálica y sus islas durante un par de siglos, la implantación franciscana, y las visitas comerciales de genoveses y de otros lugares, hacia el Levante, por la industria de la seda. Lazos culturales que al final siempre se manifiestan, como no, en la gastronomía.

Es un lugar común lo de que los italianos compran nuestro aceite de oliva de garrafa, lo reparten en vistosos frasquitos de vidrio que parezcan colonia, le ponen un lacito tricolore y lo venden al mundo multiplicando unas cuantas veces lo que les ha costado. Según parece realmente sucede así, aunque no sé en qué grado, porque no tengo un exportador a mano para preguntarle. ¿Por qué no lo sacamos nosotros así? Respuesta: porque no somos italianos. Quizás el caso del aceite es lo más paradigmático, pero si vamos tirando del hilo van saliendo cosas.

Hablemos de la botarga, que no es más que el nombre que se le da en aquella orilla a nuestra querida hueva de mújol (o de otras especies). He cometido el acto masoquista de buscar en internet “bottarga New York” y ver los lugares donde podría conseguirla si yo fuera un vecino de Manhattan y después buscar “hueva de mújol New York”. Se pueden imaginar el resultado…

Y es que escribiendo eso en el buscador me doy cuenta de que probablemente el problema surgió en el mismísimo comienzo de las cosas, esto es, a la hora de nombrarlas. No hay que ser de marketing para saber que el nombre de las cosas es clave, tiene que enganchar, que seducir o que no chirriar, al menos. Creo que tenemos asumido que por aquí no somos linces nombrando cosas, y sabemos que Puente Tocinos no tiene la misma musicalidad que Ponte di Pancetta. Si ya arqueamos la palma de la mano con todos los dedos juntos apuntando hacia el cielo… tenemos el pueblo vendido.

Los gazpachos galianos, que tan típicos son del interior de Alicante, Altiplano murciano y La Mancha oriental, son una auténtica exquisitez, ya sean de caza o de corral, y no dejan de ser un guiso de pasta que nos acarrearía un síndrome de Stendhal si nos lo sirvieran en un mesón de Cerdeña. Pero está claro que no vende cuando, incluso en gran parte de España, la palabra gazpacho solo remite a la sopa fría de tomate. Aún podemos empeorarlo: que al final a este tradicional, maravilloso y reponedor guiso, en otras zonas del sur, lo llamamos… ¡andrajos!

Para lo de hacer una masa de harina como base, echarle cosas por encima y hornearla había que elegir un nombre: en aquella orilla del Mediterráneo se le puso “pizza”, pero en esta fue “coca”. No lo vimos venir.

Y qué decir de la bucólica imagen de las nonnas haciendo perdigoncitos fusiformes de pasta con las yemas de los dedos en los puestos callejeros de Bari. Los turistas abriéndose hueco para fotografiar (o hacer reels) del proceso de amasado de los cavatelli. Pero no podemos competir con una abuela del este andaluz o de la mitad oeste de la Región de Murcia, que haga la misma pasta, como ingrediente principal, para un sabroso guiso de conejo y caracoles (o de pulpo en Almería), si al final los llamamos ¡gurullos!

Porque no somos italianos.

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