Este calor que padecemos en la canícula surestina no es que invite, sino que empuja a buscar el mar. Los caminos a la costa estaban bien definidos. Sobre todo, cuando las antiguas carreteras marcaban los itinerarios. Y era allí donde se ubicaban esos lugares que, como decíamos ayer, deberían declararse patrimonio de la murciandad. Subo la apuesta: patrimonio de la humanidad. Y es que en este país de largas y penosas distancias, las ventas han tenido un valor social y cultural más allá del gastronómico, que también. Es en alguna venta manchega donde Cervantes da escenario a determinadas desventuras del universal Quijote y es, por ejemplo, en la venta que recibía al viajero a la entrada de San Fernando donde se consagraban, entre tortillitas de camarones y papas aliñás, otros universales del flamenco, llegando a ser “Venta de Vargas” título de un disco de Camarón o de una película de la mismísima Lola Flores.
Luego, las autovías y autopistas cambiaron los trayectos, dejando algunos de estos establecimientos, literalmente, en fuera de juego. Áreas necróticas por dejar de recibir el flujo vital de la carretera nacional, absorbido por el bypass de la autovía, que hace que el viajero pase de largo, pensando en optimizar minutos. Sitios para otras vidas, con otros ritmos. Encantadoramente decadentes, como el Radiador Springs de ‘Cars’.
Ciñéndonos a nuestro córner de la península, había y hay sitios emblemáticos en según qué rutas. Así, si los que iban hacia Torrevieja paraban en San Miguel de Salinas o en Torremendo, los que tomaban la carretera de Mazarrón desde El Palmar tenían parada, casi obligada si se pretendía extraordinario pan, en el Ventorrillo del Tío Benito. Este lugar, que se mantuvo en su sitio y en su esencia, sigue en activo gracias a sus fieles devotos, que peregrinan hasta allí en busca de su hogaza y de sus chacinas caseras.
Las otras grandes rutas tenían que pasar el Puerto de la Cadena, y hablar de este enclave es pensar en la Venta de La Paloma. Estar muy al principio de la ruta hacía que la parada fuera un ejercicio de hedonismo más que de necesidad, pero es que siempre ha sido muy de la afición murciana, que la frecuentaba, desde finales del siglo XIX, incluso como destino final.
En la bajada del puerto se encontraba la Venta de la Virgen. Al principio al lado izquierdo, aunque posteriormente cambió de ubicación. Hoy día se mantiene perfectamente, en Baños y Mendigo, al borde de la antigua carretera, dando una comida tradicional murciana pero en un ambiente más cómodo y refinado. Y es en esta misma pedanía (me pregunto si los creadores de Pixar no vinieron aquí a inspirarse para su pueblecito de la Ruta 66), donde también está la que se conocía como Venta del Puerto I (la II sigue coronándolo en lo alto), rebautizada hoy como Venta de La Asomada, ofreciendo guisos de tradición, brasas y tienda gourmet con muy buena bodega. Extensa carta bilingüe, que son muchos los británicos de los golf resorts cercanos que se dejan caer a media tarde para hacer allí su dinner (guiris, pero no tontos). Si los arrieros levantaran la cabeza.
A partir de aquí, bifurcación: o hacia La Manga y Cabo de Palos o hacia el Mar Menor y su norte. Los primeros pararían a tomarse el asiático en el Pedrín de El Albujón, donde dice una de las teorías (no abriré ese melón) que se inventó el famoso café cartagenero. Y de la segunda opción, una de las más señeras era la ya finada Venta San Antonio, que sucumbió al “progreso”. Te podían organizaban una matanza, si tenías roce con el dueño. Y de ahí se llevaba la gente, para el arroz dominical, un conejo destripado pero con piel (que aguantaba mejor y no manchaba el coche) envuelto en papeles de periódico (¡qué diría la Comisión Europea!).
La cercana alternativa era la de Los Tres Hermanos, uno de los cuales, avispadamente vio venir al toro y tuvo su reconversión. Tanto así, que abrió la gran Airemar, que no solo da centenares de comidas al día y vende el consabido pan y embutido, sino que empezó y mantiene su propia granja de chato murciano, fomentando así el mantenimiento de nuestra raza porcina autóctona.
Muerte súbita, aguantar estoicamente hasta una lenta agonía o saber leer el futuro en los posos del carajillo y poder adaptarse, incluso viendo en el cambio una oportunidad, como han hecho hosteleros de éxito con sus locales. Muchos otros, desgraciadamente, pasaron de Venta a estar en venta.