TOMÁS ZAMORA

Al pie del fogón

Caladeros artificiales

Picture of Redacción 'The Gastro Times'

Vuelcan el mar sobre sus mostradores pintando de plata y naranja montañas de hielo. Benditas pescaderías que brindan a las mesas de Navidad manjares con concha o bigotes, con escamas, con los ojos abiertos, reflejando en sus pupilas a los que con el dedo apuntamos, “vaya pinta”.

Lucen pancartas de precios de tres dígitos y muchos empiezan por el número dos. Da miedo acercarse al mostrador, pero es imposible resistirse al color, al aroma a mar, a su precisa distribución mosaica en el hielo. Como a los cantos de sirena, sucumbo a su embrujo y recorro el caladero de acero, de derecha a izquierda, mientras los moradores del mar me observan, sin pestañear, ausentes, parecen muertos.

Por Pontevedra desembarcan más de ochocientas mil toneladas de pescado al año, entre fresco y congelado; en unas horas toda España expone fresco el fruto de la mar. Otros puertos del Atlántico destacables son los de A Coruña, Pasaia y Ondárroa.

El Golfo de Cádiz, el Mediterráneo y las Islas Canarias son otros puntos de entrada del mejor género.

Volvamos a la pescadería. Acaban de nombrar el 46 y yo llevo el 93. Una chica que empuja una silla de ruedas ocupada por una acicalada nonagenaria grita en el oído de la anciana: – “Doña Sonsoles, que nos toca”. Después de aguantar 35 minutos de espera y ver pasar decenas de turnos, la viejecita pregunta por la bacaladilla, se queja por el precio y suelta dos con veinte eurazos por cuatro pececitos.

Ya me toca. Una cigala de tronco me guiña un ojo y me enseña una pata, yo elevo las cejas y me froto el índice y el pulgar en señal de no poder pagar sus servicios. El bogavante de al lado se ha dado cuenta y me da la espalda con desprecio, hasta me parece que el langostino cocido de Madagascar mira, sin interés, a través de mí.

Qué bonitos tonos anaranjados presentan los mariscos cocidos; en vida se han alimentado de abundantes algas Haematococus algae que son ricas en un pigmento rojo llamado astaxantina, una vez es ingerida y metabolizada, la proteína crustacianina azul, que forma parte del exoesqueleto del animal, oculta a la astaxantina y así confiere un color más acorde con el camuflaje que precisan para no ser atacados por depredadores. Una vez que los mariscos son sometidos a la cocción, la crustacianina se degrada y libera el pigmento rojo que tiñe de naranja y además avisa del punto óptimo de cocción.

El único marisco que no se inmuta ante mi presencia es el de concha, claro, están muy a sus cosas, en su mundo interior. ¿No se aburrirán allí metidos tantas horas? ¡Un momento! Juraría que una almeja gallega me ha escupido.

No olvidemos que en estos caladeros artificiales hay más “salud natural” que en un herbolario: omega-3, vitaminas del grupo B, de la A y la D, proteínas, hierro, potasio, sodio, magnesio…

“¿Qué va a ser?” Interrumpe mis pensamientos el pescadero.

Me decidí por una lubina salvaje preciosa, de escamas que aún recuerdan el reflejo del mar durante el ocaso, aletas elegantes y afiladas, con ojos vivos y cristalinos.

¡Vivan los caladeros artificiales!

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