TOMÁS ZAMORA

Al pie del fogón

El arte del flambeado

Picture of Redacción 'The Gastro Times'

No hay más que invocar al esposo de Venus, hijo de Júpiter y Juno, el dios del fuego, Vulcano, y el plato se envuelve de un festival de llamas que rielan felices, aunque sabiendo que en pocos segundos morirán.

El flambeado no es sólo un prestigio pirotécnico muy bonito, en realidad es un modulador de sabores, texturas, aromas que verdaderamente encumbra algunos platos.

La cosa es aparentemente sencilla: necesita un medio caliente, combustible, oxígeno y fuego para iniciar el proceso. Como combustible echaremos mano de los espirituosos con una gradación de entre el 30 y 50%, no se aconsejan los licores de alta gradación como la absenta porque podría alterar las propiedades del alimento y por lo peligroso que resulta su manejo. La bebida alcohólica que usemos (ron, whisky, vodka…) debe ir un poco caliente para asegurar una buena combustión. Por otro lado, es aconsejable utilizar una sartén tipo saute cuyos laterales, más altos, evitan que se salga el líquido inflamado. En el momento de encender la sartén, asegúrense de tener apagado el extractor de humos, porque el efecto succión podría incendiar los restos de grasa que se depositan en la rejilla; tengan en cuenta que lo que realmente se quema es el vapor de alcohol que emana hacia el cielo y las llamas pueden alcanzar los 260º C.

Semejante técnica culinaria tiene un origen difuso en el tiempo; en pleno apogeo del mundo árabe, algunos autores deslizan la hipótesis de que ya se practicaba. Sin embargo, hay una serie de bonitas historias que justifican el origen del flambeado y no por conocidas debemos obviarlas.

En la segunda década del siglo XX, el Príncipe de Gales, futuro Rey Eduardo VII, disfrutaba de sus visitas a Montecarlo. Cuentan que en cierta ocasión el joven aprendiz de cocina Henri Carpentier tuvo que servir al príncipe y sus acompañantes unos crepes, y que por accidente el postre se le incendió al acercarlo a una vela y combustionar el licor Grand Marnier en el que iba bañado. Henri probó el plato y decidió servirlo “en honor del Príncipe de Gales”. El inglés cedió el protagonismo a una joven muchacha que le acompañaba, y bautizó este postre flambeado con el nombre de la chica: Crepes Suzette.

El chef parisino, Carpentier, llegó a trabajar para la familia Rockefeller y atendió la cocina del Hotel Savoy o el restaurante Maxim´s, pero a pesar de su currículum, su historia se puso en duda. La prestigiosa publicación “Larousse Gastronomique” apuntaba que para que la historia fuera cierta Henry debía tener en aquellos días 16 años, y que sería muy raro que atendiera un joven aprendiz a todo un Príncipe de Gales. El propio cocinero responde en su libro “Life à La Henri-Being The Memories of Henri Charpentier” que él ya trabajaba desde los 10 años en el Hotel Cap Martin, y que estaba acostumbrado a atender a la nobleza. Por otro lado, sépase, que el maestro de Carpentier fue Auguste Escoffier, un afamado chef y escritor gastronómico que fue el primero en referirse a esta receta, flambeada, en uno de sus libros, pero lamentablemente no desvela al creador.

La última hipótesis se refiere a un chef llamado Monsieur Joseph que regentaba un restaurante cerca de la Comédie-Française de París, donde tantas obras de Molierè fueron representadas. Alrededor de 1920 se estrenaban una obra de teatro en la que la actriz Suzanne Reichenberg salía a escena con un plato de crepes; de la elaboración del plato se le encargaba a Monsieur Joseph que añadió el flambeado a la escena para dar más espectacularidad. En el teatro, era esperada con algarabía la salida a escena de Suzette (nombre coloquial de Suzanne) con los crepes, y así se gestó el famoso plato flambeado.

La cosa está que arde, permítanme la tontada.

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