Ahora saldremos en tromba la coral de plañideras. Pero merecidamente podría espetarnos, la familia Guillén-Guerrero, algo parecido a aquello que dijo Julio Anguita: “Queredme menos y votadme más”. Mea culpa. Los vericuetos del destino hicieron que mis pasos no llevaran hace un tiempo hasta La Parranda, uno de los restaurantes más emblemáticos del último medio siglo de la historia de Murcia. Pero eso no quita que a uno le pellizque dentro la desaparición de sitios en los que fue feliz.
Siempre fui más de la hermana pequeña, La Taberna (de la Parranda), que a su vez había sido la madre (es algo como de mitología griega). Pero al final, como una santísima dualidad, ambas compartían un mismo espíritu y, si se te antojaba algo de la carta de la una, te lo acercaban de la otra, y viceversa.

De esa taberna oí hablar antes de pisar bares. Recuerdo a mi padre decir lo extasiados que quedaban profesores visitantes “castellanos” cuando entraban a esa interminable barra y veían la bucólica sucesión de fuentes y lebrillos repletos de todo el surtido de tapeo murciano: encurtidos, pisto, ensalada murciana, zarangollo, acelgas fritas, berenjenas, caracoles, conejo al ajillo, magra con tomate… y un interminable etcétera entre manojos de habas tiernas. Y un techo del que no colgaban supuestas plantas amazónicas de plástico que arden con los flambeados, sino jamones y ristras de embutido seco.
Uno de mis motivos de enganche fue una tarde de Nochebuena, en la que nos liamos a improvisar coplillas a ritmo de aguilando murciano, cosa en la que se divirtió mucho Pepe. Pepe Guillén o Pepe de La Parranda. Pocas personas tan trabajadas en la hostelería he visto tener ganas de sonreír o de contar unos chistes tras esas interminables jornadas. Su sentido del humor es tan genuino como su cocina.
Tras las reformas de entorno y carta que encumbraron a ambos locales, en aquellos inicios de siglo en los que pillar mesa un jueves noche murciano era imposible, aún se mantuvieron platos tradicionales de la tierra. Pero se incorporó un recetario de altura y sin complejos, con un producto como pocos en la región. Y es que siempre pensé que el éxito de esa cocina era la capacidad de Pepe de cerrar el último, pero llegar en su motillo a Verónicas el primero. Y así elegir los mejores pescados, los más relucientes mariscos o unos tomates que parecían tallados para museo…
“¡Trátalo como si fuera pa mí!”, le dijo a Ballester, en su puesto de Verónicas, un día por estas fechas de hace unos cuantos años. Quedé con él, temprano, con la intención de llevarme un buen cargamento de la mejor hueva de mújol para darle un tinte murciano a mi tornaboda extremeña.
Parranda es una palabra que evoca murcianía como pocas. La zarzuela que da su nombre ensalza la belleza de esta tierra. Y también juerga y alegría. Empresarios, periodistas, médicos, deportistas, flamencos, artistas, políticos y toreros… todos los que venían para algo debían pasar por allí para hacer completa la visita a la ciudad. Como un monumento más. A la buena mesa le podían suceder noches de bohemia donde Cloti, Mariado o Jose no ponían hora de cierre. Y se hacía posible, desde convertir en madrugada la recogida de un Martes Santo a encerrarse con la corte de gitanos del Cigala hasta que el sueño pudiera vencerlos.
Agradecidos y nostálgicos por otro lugar emblemático de otra forma de vivir Murcia que se disipa, nos queda desear a la familia que sea feliz su merecido descanso. Algo se muere en el alma de la ciudad, cuando se va un sitio así. Y algo se muere en el alma de los que viven, de verdad, esa ciudad.
“En la huerta he nacido, para amar y vivir. En tu campo labrado, con noble trabajo, me quiero morir” (‘Canto a Murcia’, de La Parranda).