PEDRO CABALLERO​

Pulpo al horno

De almadraba y de cantina

Picture of Redacción 'The Gastro Times'

Las orcas del Océano Atlántico acorralan hacia la orilla a los atunes y los pícaros fenicios pensaron que si les montaban un cerco con redes los tendrían atrapados para luego ir sacando esas auténticas reses marinas, pesadas fuentes proteicas. Así nos contaba Nacho Abellán, en el Restaurante Hispano, el origen de la almadraba, palabra con la que rebautizarían los árabes esta antigua técnica pesquera que solo se mantiene en La Azohía y en Cádiz.

Los hermanos Abellán tienen a bien mantener, en su templo, una serie de encuentros con cocineros visitantes que elaboran un menú entero con las diversas partes del atún, tras observar los comensales, en directo, esa ceremonia forense que es su despiece: el ronqueo del atún. Pude estar en el primero que organizaron, con David Muñoz de Alborada, y en el último (de momento) con Pablo Martínez de Eszencia. Un regalo cultural que hacen a la ciudad, y que no tendrían por qué, pues la cena se podría dar igualmente sin la explicación de la disección. Que cunda el ejemplo.

El atún fue el refugio de quienes nos resistíamos al alimento marino en las primeras etapas de la vida. Ese potente músculo de aspecto vacuno hacía que, en nuestra mente, no contara como pescado, aunque fuera pescado. Empiezas por el atún y, conforme vas madurando, te vas abriendo a otros seres fusiformes. Pero sobre todo se consumía en conserva. Hay que tener en cuenta que, aunque le cueste creer a la generación Z, no hace tanto que no había tartares ni tatakis en la carta de cualquier sitio, desde el chiringuito al gastrobar de moda.

Si hay alguien que creó legiones de amantes del atún fue Joaquín, en la cantina del colegio de los Maristas, en el barrio murciano de Vistalegre. La hora del recreo llenaba su barra metálica de críos que la golpeaban con una moneda de cinco duros para captar su atención (el tiempo en el recreo es oro). 25 pesetas es lo que costaba medio bocadillo de atún y mayonesa. Y la moneda servía de reclamo: ¡Chin, chin, chin! “¡Joaquín, Joaquín! ¡Medio de atún!” No sé cómo se las apañaban Joaquín y familia, pero en cinco minutos dejaban a centenares de zagales despachados y corriendo detrás de balones con un bocadillo en la mano.

Joaquín, a diferencia de las madres, no untaba el pan con mayonesa y lo rellenaba de atún, sino que amasaba una mezcla hecha con túnido de pandereta grande y un gran bote de la salsa. Cuando en la masa se sostenía un tenedor de pie, estaba lista para rellenar el bollo. Eso le daba una jugosidad tremenda y un sabor que, aun sabiendo la marca de mayonesa, hemos sido incapaces de reproducir. Ese recuerdo gustativo nos acompañaba también una quincena tras el fin de curso, pues Joaquín trasladaba su logística al campamento de verano y, tras la izada de bandera y limpieza de tiendas, nos daban una puntica de atún y mayonesa que sabía a gloria eterna.

Esa plasta de base es garantía de éxito, pues si se le añaden unas patatas de la huerta cocidas y unos encurtidos picados, tienes la ensaladilla, que, encaramada a una rosquilla de las que siempre han hecho los hornos de la ciudad y alrededores, nos da la tapa murciana por excelencia (pese a quien pese y fabulen lo que fabulen). Coronada por la anchoa del norte, otro pescado en conserva, que es como se consumían los pescados en las zonas de interior. Rosquilla con una ensalada de atún y una anchoa del Mar Cantábrico, pues fácil: ¡marinera!

Teniendo una de las dos almadrabas, la Región debería dar más caña a esto del atún. Porque donde está la otra sí que le han dado bombo al asunto, y la gente va a Cádiz pensando en comer atún a todas horas. Y eso que mucho de aquí se lo llevan a Japón (¡hasta el 70 por ciento, dicen!). Luego, en Tokio, sí, una de las atracciones turísticas que te ofrecen es levantarte a las 5 para comer atún, tras ver la subasta en el mercado de Toyosu. Por mi parte, el sueño del jet lag más los deberes propios de una luna de miel me impidieron cumplir el ritual, así que poco puedo contar.

Sí he de admitir que el mejor atún rojo crudo de mi vida lo probé en Antonio, en Zahara de los Atunes (Cádiz). Atún rojo y aceite de oliva. Sin aguacates, sin taquitos de tomate, sin picante… Antes de que lo sirvieran sabía que no me podía defraudar, porque, tras darle vueltas a de qué me sonaba el corpulento varón en bañador que, a nuestro lado en la barra, partía la pana con sus amigos pidiendo cosas al camarero, caí en quién era: “¡José Andrés! ¡Aquí comemos bien!”

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