PEDRO CABALLERO​

Pulpo al horno

Ajo

Picture of Redacción 'The Gastro Times'

“España huele a ajo”. Esa verdad a medias se le atribuye a la artista anteriormente conocida como ‘Spice Pija’ (al menos hasta que descubrió, mucho antes que Karol G, que su nombre quedaba bien con el apellido de otro). La señora Beckham siempre ha negado su autoría, entiendo que como postura diplomática, aunque yo nunca me sentí ofendido por eso como español. Casi, al revés, como un halago. Era como el reconocimiento tácito de una británica de que aquí sí se come bien. Que donde hay ajo, hay alegría, seamos sinceros. Les confieso que una vez, en mi arrocil elaboración dominical, pareció como si me quisiera gastar el destino una broma macabra y, cuando fui a echar mano del bote de los ajos, para el sofrito, lo hallé vacío. Por no perder tiempo en buscar una de esas tiendas que abren en día feriado quise solucionar la papeleta con ajo en polvo del especiero y les reconozco que el arroz dejó mucho que desear. Era un arroz sin alma. Como si lo hubiera hecho una cantante británica sin alma.

Sin él no habría gastronomía española. Es la base del sofrito en los guisos patrios. La alegría de nuestros pescados, el milagro en unas acelgas. No les digo nada si se apellidan tiernos. Búas. Tanta personalidad imprime el ajo donde aparece que ningún ingrediente, tan sencillo como éste, ha dado nombre con alusión directa a tantos platos: ajoarriero, ajopringue, ajoblanco, ajo mataero… Y, como no, la típica salsa de nuestra cornisa mediterránea: alioli (ajo y aceite, en valenciano o catalán) o ajo, a secas, como la llamamos en Murcia. Maravilla del ingenio (pero alguien tuvo que ser el primero en batir ajo con aceite de oliva) que puede hacer de una triste patata cocida un manjar o ascender de categoría a un deficiente arroz a banda en chiringuito de playa. Mención aparte es su papel en nuestro caldero del Mar Menor, donde es parte indispensable en la mesa. Que en esto de sus usos en el caldero la observación de campo hace distinguir, a priori, dos subgrupos. Están los que no lo echan jamás y otro grupo, mayoritario, que lo añade. Hay una tercera vía: los que nos echamos el primer plato a pelo, por aquello de paladear el fondo y el segundo plato con ajo, por no echarlo de menos.

El caso es que es muy del gusto de aquí. La estampa de mayor murcianía que recuerdo es aquella vez que me quedé observando a dos matrimonios, en edad de jubilación forzosa, disfrutando de una cena en “las barracas” y mojando las cuñas de la tapa de queso en el ajo que había sobrado de las pataticas asadas… Supongo que la unión de la caseína del queso con la alicina ajil duraría unos cinco días, circulando en sangre y exhalando por doquier, pero… ¿quién le quitaba lo bailao a esa gente? ¡Qué disfrutonismo, por Dios!

Pero es que, aparte de elemento hedonista, resulta que la ciencia dice que tiene propiedades buenísimas para nuestra salud. Que si vitaminas, que si minerales, que si cardioprotector… eso lo demostrado con la evidencia científica. Luego están las propiedades mágicas. Y no hablo de ser repelente de vampiros, sino de experiencias cuartomillenials sufridas en mis carnes: la de hacer que sean las lentejas, para un niño de cinco años, el plato favorito. Y es que a servidor, su tía abuela, la “Tata” Fuencisla de Hellín, le tuneaba las lentejas con un majado de ajo, picatoste, aceite y vinagre que no soportaría el más severo control antidopping, y que hacía que pidiera más de una día de lentejas por semana. La magia de las cocinas caseras.

Por todo ello, la señora de Beckham dijo una verdad, solo en parte, y es que España (por desgracia) no huele a ajo. Solo una pequeña porción: la entrada a Molina de Segura llegando desde Murcia. Bueno, que ella sigue sosteniendo que nunca lo dijo, pero… la que se pica, ajos come. Y, si no, ajo y agua.

Compartir con

Scroll al inicio
Recibe la newsletter de
The Gastro Times en tu correo
Ir al contenido